Ante los cientos de publicaciones en medios digitales e impresos que abordan las diferentes perspectivas generadas por los recientes y lamentables acontecimientos que sacudieron nuestro país, me surge una pregunta inevitable: ¿Cuál es el verdadero valor de la vida?
Muchas veces nos vemos conmovidos por situaciones que tocan nuestras emociones, estremecen nuestros vínculos más profundos y nos colocan en el lugar del otro. Sin embargo, pocas veces nos detenemos a reflexionar con sinceridad sobre lo que representa nuestra propia existencia.
A lo largo del tiempo, todos hemos vivido experiencias que ponen a prueba nuestra fortaleza y nos obligan a cuestionar nuestras prioridades. Como aquel día en que fuiste víctima de un atraco y entregaste tus pertenencias sin oponer resistencia, valorando tu vida por encima de lo material. O aquel momento desgarrador en que tuviste que despedir para siempre a alguien que era esencial para ti.
En mi caso, hubo un hecho que marcó profundamente mi visión sobre el valor de la vida. Fue en 2015, cuando iba en el carro junto a mi hermano mayor, conduciendo tranquilamente por la autopista. De repente, un motor se nos acercó peligrosamente y, en un intento por evitarlo, mi hermano cambió de carril. Lo que no vimos a tiempo fue el cuerpo de una patana estacionada. El choque era inevitable.
Durante esos breves, pero eternos segundos antes del impacto, sentí cómo mi hermano me sujetaba con fuerza del pecho con su mano derecha. Solo alcancé a escuchar cómo repetía: “No, no, no”, como si se negara a aceptar que yo, con apenas 15 años, pudiera morir por su culpa, o que ambos perdiéramos la vida ese día.
No sé por qué, pero no morimos. Quizás fue la voluntad de Dios. El impacto fue fuerte, pero la patana amortiguó parte del golpe, y los cinturones impidieron que saliéramos despedidos. Cualquiera que viera el vehículo habría pensado: “Se mataron”. Pero no fue así.
Al salir del carro y ver la parte delantera completamente destrozada, algo cambió en mí. Comprendí cuán insignificantes son, a veces, las cosas a las que damos tanta importancia, y cuánto más deberíamos valorar lo que realmente cuenta: nuestros padres, hermanos, pareja, hijos y amigos.
Verdadero valor de la vida
Hoy puedo calcular cuánto costó reparar ese vehículo, pero ¿Cómo se calcula el valor de una vida? ¿Cuánto cuesta enviar ese mensaje de cinco segundos para recordarle a alguien que lo amas? ¿Cuánto cuesta invitar a casa a una persona que tienes tiempo sin ver? ¿Cuánto cuesta reconocer y valorar a alguien más allá de lo que crees de esa persona?
Perder algo o a alguien no solo nos recuerda que ya no lo volveremos a ver. También nos enseña cuánto lo valoramos… ahora que ya no está.
Aprendamos, antes de que sea tarde, que el valor de la vida está muy por encima de las preocupaciones cotidianas. Que nuestros seres queridos —padres, hermanos, pareja, hijos, amigos— pueden irse en cualquier momento. Y que, mientras están, merecen ser amados, valorados y celebrados.
Por Modesto A. Rabassa